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134

Una muchacha de cabellos rojos le sonreía y el se preguntaba como se veria a través de aquellos ojos azules tan brillantes. Ella era tan hermosa que al verla le costaba respirar, o al menos era la unica forma en la que podia ponerlo en palabras. Desde el umbral de la puerta lo llamaba una y otra vez tendiéndole la mano, buscando convencerlo de salir, diciendo que la nube toxica se había marchado y que seguramente se podía ver el cielo.
— ¿Quién diría que el mundo tenía que terminar para que este caballero encontrara a su princesa?—mencionó tomando su mano, cediendo ante la sonrisa radiante de la pelirroja.
— ¿Quién diría que el mundo tenía que terminar para que nazca un caballero?— respondió la joven comenzando a reír mientras lo arrastraba a la salida.

Un sueño. Agua helada. El dolor punzante de mil dagas congeladas lo abrazó arrancándolo del dulce reino de Morfeo. El sueño se quebró, se rompió, se deshizo, el telón se cayó mostrando lo que ningun actor quiere que veas. Detrás de las bambalinas bailaba el mundo real, tan cruel. Un mundo de muros blancos, leyes injustas y monstruos en forma de hombres. La princesa se torno una daga, se volvió dolor y todo obtuvo sentido. Músculos cansados protestaron, mas el hombre tendido en el suelo no solto un solo sonido, tampoco pudo darles consuelo. Ojos hinchados se abrieron dando una queja, la luz era demasiado blanca e intensa, nunca podria acostumbrarse a ese color tan muerto, tan frío. Lo primero que vio fueron botas negras, lustradas con una obsesión poco sana. No necesitaba levantar la vista para reconocer a sus visitas, el sargento Franco y su perro de turno, otro cabo demasiado insignificante como para tener un nombre.
Asi comenzaba otro día, otra oportunidad de morir mientras era el vencedor.
Cerró sus ojos procurando separarse de aquel cuerpo agonizante. Me llamo Noviembre, dijo en un susurro mientras buscaba en su memoria cada razón para seguir vivo. Me llamo Noviembre y soy un hombre libre.
Con aquel mantra renovadas fuerzas lo invadieron.
Abrió los ojos sintiéndose un hombre nuevo. Su mirada viajo desde aquellas botas, por el blanco uniforme, hasta el espeso bigote del sargento. Empujando el dolor a un rincon de su mente le sonrió con la satisfacción de saberse ganador. Hoy se cumplían cinco años y no lo habían quebrado.
— Buenos días, 134 —. Gruño el sargento con las manos en el cinturón. Con una rápida mirada inspecciono la celda, luego al hombre desnutrido tendido en el suelo sucio. Sonreía, como si esta fuera su parte favorita del día, ir celda por celda burlándose de las pobres almas encerradas dentro.
— ¿Qué tal dormiste, 134? Un pajarito me conto que ayer te visito el buen Doctor, no sabes lo feliz que me pone saber que se llevan tan bien — agregó y sus negros ojos brillaron mientras sonreia como un lobo.
A Noviembre la boca le sabia a vómito y sangre, la sentía pastosa y seca. Con una mano a la que solo le quedaban tres dedos reviso el interior de su boca y arranco una muela que ya no pertenecia ahi. Con esfuerzo se incorporó, lento, torpe, ignorando los gritos de alarma que cada centímetro de su ser le daba. Escupió, cerca de las botas negras, tal vez demasiado. Mejor afuera que adentro, pensó luego de mirar esa pasta de coágulos, bilis y saliva. Tosió, se aclaró la garganta y habló esforzándose por sonar más vivo de lo que estaba:
— Dormí de maravillas, señor —
Mostrarse vivo era su forma de dar pelea, actuar valiente y lleno de fuerzas aun cuando cada fibra de su cuerpo estaba en alerta roja y cada nervio sólo informaba gritos de dolor que su mente hacia un verdadero esfuerzo por ignorar. Pretendiendo no sentir cada corte abierto, cada magulladura fresca, cada hueso roto. Él seguía sonriendo, bromeando, diciendo ser libre.
— Aunque como siempre, señor, su visita es la mejor parte de mi día—. Con una sonrisa lanzó la primera piedra llena de sarcasmo del día. — Si tan solo pudieramos prolongar estos momentos por la eternidad.
El sargento torció su bigote, tratando de descifrar lo que aún lo mantenía en pie. Se sentía orgulloso de ser bueno en su trabajo, un especialista en “romper”. Pero 134 había probado ser terco, ser resistente y tener un espíritu de lucha que el resto de las lacras que se podrían en este lugar no podían siquiera imaginar. Durante los ultimos cinco años lo habían torturado de cada forma que podia imaginar: Con una sierra le cortaron la pierna y todos los dedos del pie restante, con martillo le aplastaron un brazo, con unas tijeras al rojo vivo lo castraron, con acido le quemaron un ojo. Incontables veces fue electrocutado, quemado, ahogado. Le quitaron el sueño. Semanas enteras pasaron sin que le dieran comida o agua, hasta obligarlo a comerse sus dedos y beber su propia orina para sobrevivir.
— Sigues pensando ser un tipo listo con tus ironías y tu sonrisa— Soltó el sargento para luego tomarlo por el cuello, levantándolo como si no fuera más que un niño. Pesaba como uno. — Si fueras tan listo no seguirías aquí, defendiendo ideas y a personas que ya te olvidaron.
— ¿Realmente tengo que volver a repetirle la diferencia entre el sarcasmo y la ironía, Señor? —  pregunto Noviembre mientras lo miraba a los ojos sin dar marcha atrás, sin asustarse por los dedos gordos rodeando su cuello. Desafiante siguió sonriendo. — Mi buen amigo, mira, irónico es un pescador mordiendo su anzuelo, sarcasmo es llamar amigo a un bastardo hijo de perra.
Supo exactamente lo que había hecho cuando vio la vara blanca levantarse, cuando sintió los dedos gordos apretar, sonrió esperando que esta vez la vara acabara con su vida.
El mundo se apagó, como quien desenchufa el televisor, se quedó en silencio, se quedó en la nada.

El buen doctor miraba al general con un claro desprecio, no era que el hombre le desagradara, todo lo contrario, podria decir que era uno de sus heroes. Es solo que las noticias que traia eran un problema.
— Realmente aun puedo hacer progresos, esto es...
— Pasaron cinco años desde su captura y lo único que le has sacado es su nombre, si es que su nombre es.
El lobo respondio sin siquiera darle una oportunidad.
— Aun hay cosas que quiero probar, Señor, si tan solo...
— Olvídalo, el prisionero ya no está bajo tu cuidado y no hay nada que puedas hacer - setencio dando por terminada la discusion.
— Sí, Señor. Lamento no haber ayudado a terminar con esta absurda guerra.
El general se encogio de hombros.
— Tranquilo Doctor, cuando lo enviamos aquí nunca lo hicimos para obtener información, nunca esperamos que alguien como él fuera a hablar.
El doctor se quedo mirando a su heroe sin entenderlo del todo.
— Yo, no lo entiendo.
— ¿Nunca lo habías pensado? Pasaron cinco años pero nunca te pedimos un reporte ni enviamos un interrogador mucho más calificado.
— ¿Entonces por qué lo enviaron?
— ¿No es obvio? ¡Pense que dada la historia de tu familia con él te haria feliz tenerlo aqui!
— Claro, eso lo entiendo, pero...
— Yo solo quería ver sangrar al perro guardian del norte - lo interrumpio el general.
— ¿Entonces esto es para verlo sangrar más?
— No. Sí. Ambas respuestas son válidas. Enviaremos un mensaje al norte, su cadaver, el ícono de su esperanza en un ataúd blanco, roto y demacrado.
— ¿Y por qué ella?
— ¿Mayo? Nos pareció... Poético.

Un saco negro y sucio le cubría la cabeza, olía asqueroso, pútrida combinación de vómito y sangre. Estaba sentado, podía adivinar en dónde. El cuarto de interrogatorios, tan blanco y frío. La silla de acero aún estaba fría, no llevaba mucho tiempo sentado ahí. El tango comenzaba otra vez, se removió un poco en la silla, esperando, el primer golpe, la primera pregunta.
Luz blanca, una mano delicada retiraba la tela que lo escondía del salón blanco. Aire puro, limpio y cargado de lavandina. Frunció la nariz, cerró los ojos con fuerza tratando de tolerar la luz intensa y al aroma concentrado del cloro. Al menos era mejor que el vómito y la sangre.
— Nunca entendí cuál es la necesidad de que todo sea blanco, Doctor.
— ¿Doctor? Así vas a llamarme ahora—. Respondió una voz de mujer tan suave, dulce y conocida.
Una muchacha de cabellos rojos le sonreía mirándolo a través de aquellos ojos azules tan brillantes. Sentada frente a él, jugueteando con uno de sus rulos lo miraba despertar con un cierto júbilo.
Su quijada se tensó, sus ojos se volvieron llamas, su puño se apretó, la ira lo consumió mientras miraba a la mujer que una vez tomó su mano, que otra vez le clavó una daga.
— Noviembre - lo saludo.
— Mayo - le respondio.
— No te pareces en nada al hombre que recuerdo.
— Tú te ves idéntica a la traidora que no logro olvidar... Bueno ahora vistes de blanco.
— El blanco es mejor que los harapos que vistes y déjame agregar que ese rencor va a matarte.
— No antes de matarte a ti.
— ¿Ves a qué me refiero? Yo que esperaba poder hacer las paces contigo antes del dia de tu muerte.
— Antes muerto.
— Pues supongo que para eso vine, así que… ¿y si hacemos las paces?
Ella sonrió, moviendo aquel hierro que sostenía con calma. La miro, entendió todo, el revólver en su mano era uno que el conocia, durante años habian sido compañeros y ahora iba a matarlo. Era tan obvio.
— Viniste a terminar lo que empezaste hace 6 años.
— Pensé que seria la unica forma de verte luego de todo lo que paso.
Mayo lo miro a los ojos y le dedido una pequeña sonrisa en la que dejo escapar toda la pena que sentia.
— Primero una daga en mi espalda, ahora una bala en mi frente - se burlo Noviembre.
— O en tu corazón si lo prefieres.
— Espero que ser una ciudadana valga la pena.
— A veces... ¿Estás listo?
Con un brazo menos, con una pierna amputada, con una montaña de esfuerzo y un mar de dolor se paró. Sin sentir miedo la miro a los ojos, respirando con fuerza, llenando sus pulmones de aquel aire ahora dulce. Sonrió.
- Anoche soñe que me apuntabas - murmuro mirandola levantar el revolver. - Al final sono...
¡BANG!

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